Hace tiempo que estoy viviendo en mis propias
carnes que los mitos son inciertos; sobre todo, de un tiempo para acá.
Uno de los mitos más comunes es que uno cree
que puede ser otra persona, adquirir actitudes y gustos que están de moda y no
son para nada tuyos con tal de ser molón. Por poner un ejemplo: viajar solo.
Además de que viajar en solitario no mola
nada, ¡es que te aburres como una ostra! Pero de una manera escandalosa. Esto es
una opinión subjetiva, que quede claro.
A principios de octubre disfruté de unas
merecidas vacaciones y decidí planear una escapada de fin de semana a la
capital de España. Me dediqué a planearla por lo menos un mes antes. Organicé
todos los días con visitas a museos, zonas de moda, barrios con encanto y
restaurantes con cierto aire bohemio chic. En mi mente me veía leyendo la
revista ICON en un local del Barrio
de las Letras mientras coqueteaba con la mirada con algún arquitecto famoso. Delirios
que tiene uno.
Empezaré a relataros mi superfín de semana en
Madrid, Madrid, Madrid…
Salimos el 9 de octubre sobre las 11 del
mediodía y el viaje empezó con un superatasco en la autovía. Todo bicho
viviente en la provincia de Alicante en dicho día se iba a la misma hora al
Ikea, C.C Condomina, C.C Thader, etc. Como no soy nada previsor, me tragué una
hora de atasco. La compañía de mi preciosa amiga V, que iba a visitar a su
novio, hizo que nos riéramos durante la espera. Una de las cosas de las que nos
reíamos era que no llevaba gafas porque había decidido ponerme las lentillas.
Alguien me había dicho que tenía una mirada preciosa que se ocultaba tras unas
gafas enormes de pasta. Reírnos nos reímos, ¡pero yo no cabía en mí de gusto! Así
transcurrieron las casi cuatro horas del voyage.
La entrada a Madrid fue en hora punta y con
una tormenta tan fuerte que parecía prima hermana del Katrina. El
limpiaparabrisas no daba abasto y tenía los brazos rígidos, con lo cual,
cambiar de carril era toda una utopía. Crucé todo el Paseo del Prado con
treinta y cinco pitadas, la Castellana le siguió con setenta y dos bocinazos acompañados
de improperios varios y algún cruce de mangas. Mi elegancia sumada al
agarrotamiento hizo que no perdiera la compostura.
Cuando llegué a la casa donde me alojaba,
dejó de llover. Bien podría haberlo hecho antes. La casa era un loft preciosísimo, elegantísimo y
modernísimo que también hacía a las veces de galería de arte, era de un querido amigo y estaba a tomar
viento, aunque me dijo que el metro acorta distancias.
Esa noche cené en un tailandés con una chica
maravillosa. Nos hicimos confidencias y nos contamos historias que nos hicieron
reír y emocionarnos. La anécdota de la cena fue una ensalada perfumada de cabello
de ángel con langostinos tai que, al probarla, comprobé que estaba perfumada de
verdad, ¡sabía a Agua Brava! Así terminó mi primer día. Extenuado y rodeado de
arte y belleza, me dormí
Como de costumbre, me desperté supertemprano.
Me duché y, bailando, me vestí. Forever More
de Moloko fue la canción elegida. Estaba tan feliz. Había dormido en una cama
de 180 m con un cuadro precioso enfrente pintado por mi amigo. Todo era
perfecto.
Al pulsar el botón para abrir las cortinas, descubrí
que estaba lloviendo a cántaros, pero de una forma tan brutal que parecía que estaban
tirando cubos y cubos de agua. El tiempo con el que había amanecido Madrid no
era el ideal para los botines de ante que me había traído. Solo me había
llevado esos botines y sabía que se iban a estropear sí o sí. Y eso fastidia
mucho.
Para llegar a la parada de metro tuve que
andar veinticinco minutos bajo el diluvio. El paraguas que le había cogido
prestado a mon ami tenía tres
agujeros por los que se colaba más agua de la que caía en los botines. Inexplicablemente,
las lentillas se acartonaban a pesar del aguacero.
Al llegar, cogí el metro
hacia una parada en la que cogí otro convoy para intentar llegar al centro. Esto
se resume en cincuenta y cinco minutos sentado en un vagón repleto de personas
con unas caras tristísimas y un calor sofocante. No paraba de parpadear para
intentar generar lágrimas, ya que las lentillas eran como papel de estraza.
Durante esos interminables minutos cogí el móvil, pero no había cobertura; miré
a cada uno a ver qué me decían sus rostros, me quité capas de ropa porque el
calor aumentaba, miré otra vez el móvil y seguía sin cobertura y yo seguía
sudando. Los que iban mi lado empezaban a mirarme mal. Ese fin de semana Madrid
estaba en pánico por el ébola. No sabía exactamente dónde tenía que bajarme y decidí
preguntarle a una señorita que estaba a mi lado. El soponcio que sufrió al tocarle
el hombro para llamar su atención hizo que desistiera. El vagón estaba lleno de
personas tristes, con caras largas y sentimiento de indeferencia por quien
tenían a su lado. El silencio solo se rompía esporádicamente por el clásico
pitido de aviso de los mensajes de WhatsApp,¿Por qué a ellos si tenían cobertura
y yo no?
Cuando salí de la estación de metro vi que
seguía lloviendo más si cabe. El agua se colaba a chorros por los agujeros del
paraguas. No tenía lucidez mental suficiente para maldecir a mi querido amigo,
ya que mis botines de ante, preciosos, estaban empapándose y se transformaban en
otro tipo de calzado. Por fin llegué al Museo Arqueológico Nacional. Al cruzar
el patio de entrada para entrar al museo, la lluvia cesó de golpe.
El museo es exquisito y muy precioso. No es
que vaya de cultureta, pero era muy emocionante ver piezas y obras que databan
de muchos años atrás y que había visto en los libros de texto, forrados por mí,
de cuando cursaba EGB. Hice un análisis de quién estaba como yo y no vi a nadie
solo. Otra vez era yo solo entre muchos grupos. Mi sueño de ligar en un museo
no se vería cumplido allí, pero me importaba poco, había mucho que ver. Por ver
había una cabeza de grifo encontrada en Redován de muchos años atrás.
Cuando salí, el sol brillaba y hacía ese aire
fresco y agradable que siempre deja la lluvia. Pero las lentillas ya eran
cartón de embalaje. Me dispuse a buscar un sitio para comer. Sabía de un local
situado en el Barrio de las Letras. Llegar hasta allí caminando estaría genial,
y a ello me dispuse. Sería elegantísimo dar un paseo e imaginarme que vivía
allí.
Antes de pasar por Cibeles, me dio un
calambre dolorosísimo en la planta del pie que me obligó a pararme y apoyarme
en una farola. Veía que mi sueño de pasear con elegancia por las calles de
Madrid se estaba truncando. Como pude, llegué a un banco y allí me quedé
sentado durante una hora con el pie en alto. Durante ese tiempo, estuve
pensando que preparar el viaje había sido un error. Allí estaba sin poder
moverme, sin nadie cerca que me ayudara y con un dolor espantoso en la planta
del pie. Estaba solo y me daba mucha tristeza.
¿A quién pretendía engañar con que viajar
solo mola? Había estado dos horas viendo muchas obras que me hubiera encantado
compartir con alguien. Da gusto pasear solo, pero sabiendo que alguien te
espera. A lo mejor mi pie, en su cordura, había decidido que pasaba de ir solo
a un restaurante, un museo o donde fuera. A lo mejor me estaba diciendo que
viera la realidad, y lo que veía -a pesar de las lentillas- era que estaba
solo, muy solo. No me llenaba atiborrar de mensajes de texto a mi agenda de
contactos ni llamar compulsivamente a mi ex, ya que nadie estaba a mi lado para
poder comentar, cotillear o reírse de lo que veía. En un arranque de
desesperación, me abracé a mi pie y miré al cielo exclamando: ¡¡¡Estamos solos,
estamos muy solos!!! En ese momento, las lentillas saltaron de mis ojos de una
forma brusca, pero no me preocupó lo más mínimo. ¿Acaso me tenía que fijar en
algo? No me interesaba nada.
Me puse a darle vueltas a esa afirmación podológica:
por qué tenía que hacerme el interesante y actuar como alguien que no soy. Necesito
estar acompañado porque solo me aburro como un agaporni viudo. No me da
vergüenza admitirlo. Hombre, en un viaje hay momentos para todo, momentos en
los que no te apetece ver a nadie. Pero yo soy de los que necesita tener a
alguien cerca.
Así que cuando me llamaron unos amigos para
cenar esa noche, dejé de intentar ser molón para ser normal y corriente. De esa
cena salió un plan para el día siguiente y todo lo negativo se disipó, aun
volviendo el dolor de pie, todo fue diferente. Sentirse acompañado es más molón.