Hace unos días estuve en Barcelona para celebrar que mi tío Manolo cumplía 90 años, con lo que conlleva eso. Una celebración bastante divertida donde discutimos mucho y comimos más.
Si alguien quiere saber el secreto de la longevidad, tras observar durante
años a mí tío Manolo, yo apostaría que se trata de algo tan sencillo como tener
inquietudes, aprender de todo lo que ofrece la vida y tomar infusiones de
tomillo en ayunas.
Hablando de mi familia no puedo obviar los orígenes. Empezaré con mis
bisabuelos paternos por parte de Abuelo. Os preguntareis el porqué de dicha
selección, pues porque toda la ironía, las ganas de bailar, la guasoneria y el
optimismo radican ahí. Eso y la innata forma de ayudar a quien te lo pida.
La Ma Pepa y el Pa Ramón.
Estos señores nacieron en la ilustre Orihuela a mediados del
siglo XIX, se casaron y se fueron a vivir y trabajar a una Finca en una
pedanía, que hacía poco tiempo que tenía iglesia. Allí se instalaron en una
barraca con techo de paja, comúnmente se le llamaba Barraca de mantos.
Ramón era muy piadoso, de rezar todo el día. El
recitar tantos salmos y plegarias cada media hora le impedía cumplir con los
trabajos duros de la huerta. No puedo olvidar que tenía especial talento para
la guitarra.
Este post va a girar sobre ella, Pepa. Porque la
anécdota que os voy a relatar tiene el sello de las personas buenas,
independientemente de cómo se comporten.
Pues ella era una luchadora. Tenía el súper poder de levantarse al alba para ponerse a trabajar.
Mantener limpia su casa, cuidar los animales y vender conejos en el mercado
eran sus cometidos diarios.
Al final del día, para sobrellevar su carga, bebía
algún que otro vaso de vino. Cuando las penas y el dolor de rodillas se
disipaba, se arrancaba con un: ¡¡¡Ramón,
tiémplame una malagueña!!! Para arrancarse
a bailar como la bella Otero, despeinada y ebria de alegría.
Eran unos bisabuelos peculiares.
La anécdota es la siguiente. Que tiene un toque de
leyenda, también os digo
Desamparados, 1938 más menos. La guerra civil no tiene
visos de acabar, de hecho es cuando más descarnada estaba. Toda la comarca era
pasto de caos y de miedo, miedo por ser señalado tanto por pertenecer a un
bando como de otro. Nadie hacia vida
vecinal por temor a ser llevado en un carro y no volver nunca más.
Pues Pepa estaba cocinando unas “Pelotas”, cantando alguna
copla, cuando se da cuenta que en el bancal que tenía detrás había un hombre
alto, moreno, muy delgado. Estaba con un palo y un cuchillo. Hacia como que
jugaba con dichos instrumentos. Llama a Ramón, a gritos, para decirle que
llamara a la criaturica, que se viniera a comer con ellos, Ella tenía por costumbre dar un plato de comida y
un cigarro a todo el que pasaba por su casa a pedírselo.
“Cuántas cosas malas se ven en esta guerra Ramón, cuantas cosas
malas” Pepa le susurra al oído de Ramón.
No solo se quedó a comer, ya que se instaló en altillo
de la barraca, ya que prácticamente todos los hijos vivían fuera. Así, como de
repente, tuvieron otro hijo, más crecido y que apenas hablaba.
El inquilino se marchaba al alba con un pedazo de pan
con un trozo de fiambre que Pepa le había preparado la noche antes. Volvía por
la tarde, a la cena. La verdad es que ninguno de los dos se preguntaba dónde se marchaba ni qué hacía a esas horas fuera, pero volvía con cara de miedo atroz y con
muchas peonzas, que intuían que fabricaba.
“Angelico, que le habrá paso Ramón a esta criatura
para que no diga ni mu y tenga esta cara de susto todo el día” reflexionaba
Pepa en la cama con su marido.
Pasaron cerca de 8 meses cuando un día
desapareció, nunca más volvió. No es que nadie se acordara, pero coincidió con
el fin de la guerra y dicha alegría inundó a todo el barrio. La verdad
es que no se acordaron mucho, pero intuyo que Pepa pensaría que habría vuelto
al sitio de donde vino.
La vida empezó a transcurrir con otra normalidad, se
impusieron otras normas de conducta, más acordes con la moral de los
vencedores. Pero mis bisabuelos seguían pasándoselo pipa, él con la guitarra y ella danzando y bebiendo.
Eras personas que no tenían nada que demostrar y si los conocían por ser
alegres, pues lo harían sin ningún control.
Al cabo de un tiempo, durante una de las tardes de
vino y risas, un coche aparcó delante de la barraca.
Tremendo susto se darían.
De dicho coche bajó un obispo, con toda su indumentaria
correspondiente. Una autoridad de la Iglesia.
Pepa era muy rápida y dispuesta como ella sola. Y, enseguida, reconoció a
su criaturica. El hombre desnutrido que hacía peonzas se encontraba delante de
ella vestido con sotana y su solideo de color púrpura.
“Cualquiera le conoce…. ¿cómo debo hablarle?”, titubeo
ella. Su eminencia le dio un abrazo muy fuerte, emocionado, y estuvieron mucho tiempo sin poder hablar.
Después de secarse las lágrimas, el señor obispo le
dijo a Pepa:
“Si estoy aquí es por ti Ma Pepa. Estoy vivo gracias a que me acogiste y me
trataste como a un hijo. Volví a creer en la divinidad de la humanidad por
usted. Pero lo mejor es que aprendí a perdonar y amar viéndola día a día,
tratando a todos con cariño. Ayuda a quien pasa por su humilde casa sin
importarle de dónde venga. Es un ejemplo de que Dios vive en cada uno de nosotros, aunque usted no lo sepa”.
Imaginaros cómo se quedaría ella.
Dicen que cuando murió, a su entierro vino muchísima
gente, tanto de un bando como de otro, solo para darle el último adiós y
agradecerle el hambre que sofocó en aquellos trágicos años.
Pues esta maravillosa historia tiene este final tan bonito. Me siento
orgulloso escribiéndola. Cada vez que voy al cementerio y veo su lápida
sin fotografía, pienso en ella. Estaría orgullosa de su extensa y variopinta
familia.
Y ahora que acabo de terminar este texto, me voy a bailar una malagueña.
Va por ti Ma Pepa