viernes, 4 de febrero de 2022

AND I SAY YES

 Después de todo, tenía que venir lo bueno! Llevo varias entradas en donde destilo mucha nostalgia y melancolía, y, aunque me gusta, ese no soy yo.

 

Y de la nada, de repente, aparece una invitación a una boda, de esas que te hacen mucha ilusión, con barra libre y mucha música. ¡Apenas me acordaba de lo que es un evento así! Las bodas, las tuve en la década de los 2000. Bodas con unos estilismos dignos de recordar. Pongo como ejemplo el tejido de chifón y los maxi cinturones tipo “tu estilo a juicio”.

 

La invitación me la dieron en junio del año pasado, y la boda fue en octubre de ese mismo año. ¡Con la alegría que dan ese tipo de celebraciones! Los novios eran la hija de mi primo querido y su prometido, tienen una historia de amor muy de contar y de soñar con ella, amor de jardín de infancia. Fue la ocasión perfecta para disfrutar de la familia, a la que quieres y adoras. Un sábado de lunch, cócteles y cerveza por doquier. ¡Vamos, que necesitaba un sarao de esos a los que tienes que ir arreglado!

 

Pero antes de nada, tenía un primer y gran objetivo: perder 8 kilos, reto asumible e inamovible. Estaba fatal de dinero y tenía que entrar en el outfit, que era un traje verde agua ya estrenado. El blazer me estaba perfecto, el pantalón como hecho a medida… de otro que pesaba menos que yo. Me lo cerraba y los bolsillos se abrían tanto que parecía que mi pubis estaba entre paréntesis. Eso no es ni muy fino ni muy elegante, pero para remediarlo tenía guardado el comodín Enriqueta, la modista mágica que transforma toda mi ropa. De un tiempo a esta parte tenía que meterle a todas las prendas que me compraba, y pedirle ahora que le sacara a un pantalón no era lo que mas me apetecía.

 

La búsqueda del calzado la compaginé con otra búsqueda, la del atuendo de los padres de la novia. Soy bastante entregado cuando tengo que hacer algo que me gusta, por lo que encontrar el outfit de ellos fue una tarea muy entretenida y divertida, no tanto la de mis zapatos. Así que salimos un sábado por la mañana con la intención de encontrar un vestido tubo en color fuerte para ella, y para él, lo que nos gustara. En Carolina Herrera descubrí un vestido que iba a sacar mi adorada Carrie en la nueva temporada de la icónica serie Sex and the City, era un vestido camisero con una falda con mucho volumen en color malva, ¡vamos, todo lo opuesto! Al ponérselo, se le iluminó la cara y la sonrisa se le dibujó. Mis zapatos no los encontré ese sábado, como tampoco el traje de mi querido primo. 

 

Comenzó septiembre, y la celebración de mi cumpleaños hizo que me estancara en mi pérdida de peso. La verdad es que, aunque quedaba poco más de un mes, no veía imposible perder unos 3 kilos (me había puesto otro objetivo). Mientras tanto, seguía sin zapatos, pero tampoco me causaba mucha desazón ni impaciencia. Mi obsesión era encontrar el toque gayer para mi indumentaria. Como no puedo llevar corbatas por mi cuello ancho y corto, la búsqueda se reducía a una estola o pañuelo, o un broche, o ambas cosas. Los dos accesorios juntos me daban en mi pecho unos sarpullidos propios de acido clorhídrico, solo de imaginármelo. Una estola era demasiado gay y ridícula para una boda en octubre, el broche fue la opción. La elección me dio un subidón de alegría, porque había visto en una página en IG a un diseñador cartaginés, Andrés Gallardo, que había diseñado una colección de piezas de porcelana con metal bañado en oro de 18k. Me puse a investigar, lo vi y me enamoré de un langostino precioso en coral. Sé que describirlo no le da su categoría, porque cuando vi el precio, desistí. ¡Costaba casi el finiquito que querían darme los señores Afflelou! ¡Por supuesto, no podía permitirme ese gasto!

 

Pero el día de mi cumpleaños, dos preciosos amigos, Eladio A y Victoria B me dieron una sorpresa mayúscula: el langostino era su regalo. Cuando abrí la cajita donde estaba el broche, le di la bienvenida a mi vida, esa vida donde estos dos señores guapos y maravillosos habitan con la comodidad/certeza de ser seres muy queridos.

 

El mes de septiembre pasó sin haber encontrado los zapatos, y sin perder ni un kilo. Tenía que echar mano del comodín “Enriqueta”. Tuve que esa derrota con la humildad que no tengo en ese tema. Me fastidiaba mucho, pero mucho, tener que sacar casi 4 centímetros del trasero. Con la sensación de fracaso encontré unos mocasines en una tienda Online, mocasines en nobuck de color visón. Compré, no dudé. El traje y el broche debían ser protagonistas, y un zapato oscuro hubiera sido muy pegote. Al terminar de hacer el pedido vi en el e-mail de confirmación que los enviaban en dos semanas. Hice cálculos mentales y… ¡Vaya! ¡Llegaban cinco días antes de la boda! 

 

Por suerte, recibí los mocasines a tiempo, pero cuando me los probé, me estaban justos. “La piel cede”, me dije. Frase que yo repetía mucho cuando era dependiente en una tienda de calzado… “La piel cede, Antonio”.

 

¡Y llegó el gran día! Un día algo más fresco de lo habitual, cosa que agradecí, y con una luz especial. Un regalo para los novios y su familia. Un regalo del que disfrutamos todos. 


 El toque gayer me estaba poniendo muy nervioso,  no tenía ni idea de cómo poner el broche langostino. Bigotes para arriba, y el accesorio se salía de la solapa, bigotes para un lado, y me rozaba la cara, bigotes para abajo, y parecía un ajusticiamiento. Después de muchas vueltas, coloqué el langostino bigotes abajo, y punto. ¡Cuando me calcé los mocasines me di cuenta de que me encantaba cómo se veía todo el conjunto! Anduve un poco por el pasillo para hacerlos mas cómodos, pero no, el antifaz del empeine parecía que encogía cuando caminaba.

 

Cuando me piden consejos sobre indumentarias o outfits tengo algunas frases que me gusta repetir. Una es: “ La comodidad está sobrevalorada”… Pues eso…, ¡que me dolían los pies!

 

El escenario elegido para la celebración fue una finca en Rebate, un lugar escueto en carteles de señalización, perfecto para dicho festejo y sin ningún tipo de cobertura móvil. Una ermita pequeña junto a un jardín frondoso repleto de muchos árboles y palmeras, así se podía describir el recinto, y todo se llenó del amor de una pareja que se iba a prometer amor verdadero y libre de Covid. 

 

Aún rodeado de tanta felicidad, mis pies me dolían a rabiar. ¿Por qué diantres el antifaz del mocasín no cedía? Molestias aparte, disfruté de lo lindo contemplando los mil y un vestidos, trajes y monos e indumentarias varias. Llevaba gafas de sol para mirar sin que me vieran, un modelo de Palomo Spain. Me percaté de tres chicas muy “las tres Gracias de Rubens” que me miraban de arriba abajo. Me quedé observándolas bajo mis gafas de sol para guiñarles un ojo. Mentiría si os dijera que no hice una lista mental de mejores y peores vestidos. ¡Sí, la hice!, y no digo nada más.

 

El momento de liturgia fue una maravilla, un coro interpretó las canciones que ponen los vellos de punta a los novios. A mitad de ceremonia me dejé llevar por la música, cerré los ojos para sentir más todas las sensaciones que transmitían los acordes de piano y violín. De repente, ¡¡¡booom!!!, oí un petardo, abrí los ojos y todo eran destellos en oro y fucsia. Por un momento pensé que se me había desprendido la retina, o que el universo Drag Race RuPaul había hecho acto de presencia, o no sé qué, pero todo a mi alrededor era brillante y muy bonito. Era un cañón que habían tirado desde la puerta hacia el altar, donde estaban ubicados los novios. Por supuesto, no llegó a su destino. Toda la purpurina, el confetti y el oropel se quedó en los pelos cardados de mi prima y en mi calva, que comenzaba a sudar a consecuencia del calor que empezaba a hacer. Al percatarme de todo eso, me di la media vuelta emulando a Belén Esteban en el meme y miré fijamente al señor de mala puntería que había ideado dicha proeza, y os juro que, de haber tenido superpoderes, le habría esclafado un adoquín en el hueso del tobillo. 

 

Después de eso todo fue mucho más bonito, si cabe. Cuando salimos a tomar el cocktail el sol iluminaba, pero no calentaba. El ágape fue perfecto. 

 

No os voy a contar ni los platos que comimos ni las copas que tomamos, pero sí que voy a hacer una reflexión para terminar: En el baile, con un dolor de pies horrible, siendo consciente de que no sabía nada de reggaeton ni de perreos, así, como si nada, me había convertido en un carroza de esos que critican las músicas actuales porque no las entiende. Entonces me di cuenta de que bailar a Rafaela Carrá es muy divertido, pero te echa años encima. 

 

Propósito del año, pues, aparte de perder peso para volver a mi figura de antaño y que la encantadora Enriqueta me meta la ropa, es llegar a hacer twerking con destreza y salero.