Acabo de terminar de comer y vengo paseando al trabajo, a
paso ligero. Mi instinto de mirón no me lo quita nadie, vengo observando el
gentío que suele haber en Murcia un sábado al mediodía.
Hoy especialmente es más concurrido porque hay un festival
de música. Mi ciudad de adopción está plagada de modernos y pseudo modernos. La
camisa hawaiana junto con el pantalón vaquero de tiro alto, gafas de sol
imposibles y las Birkensotck (sandalias que adoro y que no puedo costearme) es
el uniforme que veo junto más outfits sacados de un catálogo de E-comerce de
una multinacional de ropa económica.
La juventud es osada y repetitiva. Un selecto grupo se
atreve a probar algo nuevo y el resto copia. Imitar lo que ves es un acto
reflejo de personas que no tienen claro que hacer, donde pertenecer. Yo fui uno
de esos. Hacía, repetía y adoptaba formas, costumbres y vicios que no eran
parte de mí. Pero he de reconocer que a raíz de todo eso, me hicieron ser yo mismo.
Me gustaría hablar de un coqueteo, de unos años, que tuve
con una sustancia colombiana (aunque ahora dicen que viene de Venezuela).
Durante unos pocos años fue el aderezo a mis fiestas de fin de semana. Ahora me
pregunto muchas veces porque me deje llevar, porque me era imposible salir sin
ese condimento, mi respuesta es muy clara: Por Amor.
Amor…más bien desamor, desamor conmigo mismo. No estaba
agusto con nada de lo que rodeaba, ni siquiera estilísticamente. Cuando
empezaba el ritual todo cambiaba y disfrutaba, aunque fuera de forma ficticia.
Tengo una anécdota no muy elegante pero creo que debo
contarla.
Sábado por la noche de un caluroso verano en Santa Pola, el
nombre de la discoteca ni me acuerdo. Pero estaba súper concurrida. Lo que más
recuerdo era que estaba lleno de chicos muy guapos.
Pero a lo que iba, entramos un grupo de amigos y lo primero
que hicimos fue investigar donde estaba el boticario que nos facilitaría “eso”.
Lo localizamos de una forma rápida y efectiva.
He de decir que yo no estaba muy católico, tenía un cuerpo
más bien pre constipado.
Mi ansia por animarme me hizo ponerme yo el primero y me fui
al baño derecho. Allí me encontré con una
cola de mucho cuidado había, 25 personas
por lo menos. Diría que estuve 10 minutos esperando.
¡Por fin me toco!
Al introducirme en el minúsculo excusado y cerrar la puerta,
vi que no tenía pestillo, Mal presagio. No era de mi gusto que nadie me viera
hacer nada delictivo.
Dicha composición se
esnifa por la nariz, para sea más rápido su efecto de alegría y buen rollo.
Allí estaba yo, con mi pandero haciendo palanca para que nadie abra la puerta y
me vea medicarme.
La alegría y el buen rollo no hicieron acto de presencia,
pero si un retortijón de mucho cuidado. Era como si mi tripa fuera una lavadora
y estaba a punto de empezar el programa desagüe.
Como pude me bajé los pantalones y poner una de las
posiciones más extrañas para hacer tan digna necesidad. Con una pierna en la
puerta y otra para guardar el equilibrio, mi cuerpo defecaba como si no hubiera
un mañana. Estuve dos minutos así.
En esos eternos dos minutos me vinieron muchas cosas a la
cabeza, la más repetitiva fue que por que tenía que haber hecho eso. Qué
necesidad de tener que recurrir a algo tan químico para hacer algo tan natural
como estar alegre.
Cuando termino de evacuar, con la mano busco donde está el
papel higiénico, como a manotazos. En la
pared derecha no encuentro nada y eso que toco toda la pared a palpón. Acto
seguido con la izquierda…¡¡¡Ahí tampoco hay nada!!!
No me puedo creer que no haya papel en ese maldito excusado,
era relativamente pronto como para que algún cafre lo haya quitado. Esto no
podía pasarme a mí.
¿Acaso no era bastante ese cólico explosivo e impredecible?
Me pongo a pensar como me higienizo, entonces pienso, que
las tarjetas de visita que tenía en la cartera podrían ser una opción válida.
Fueron efectivas, dolorosas y no voy a contaros como las utilicé.
Terminé de la forma más digna posible dicha proeza. Salgo
del baño como si nada hubiera ocurrido, con esa flema mía. Al cerrar la puerta
veo que casi todos los allí estaban se giran hacia mí, con unas caras de
desaprobación total. Me di cuenta de que el olor me delató. Bajé la cabeza y salí
de aquel infierno en busca de mis amigos.
Nada más llegar les tiré las sustancias a todos ellos y dije
que me marchaba de forma inmediata. Intentaron convencerme, pero yo, amante de
los cotilleos y del salseo, ví que el suceso del baño iría de boca en boca por
toda la macro discoteca, era cuestión de minutos que alguno me localizara con
la mirada y de forma inmediata seria el cagón oficial de dicho local. Eso no
podía ocurrir. No sabría quien querría
ser en mi vida, pero el cagón de discoteca no.
Este suceso fue el desencadenante de que mi coqueteo
colombiano-venezolano tuviera el cese
definitivo. Se me rompió el amor de sopetón.
Por desamor he hecho muchas cosas donde no he estado
acertado que digamos, pero este desamor me vino muy bien y a mi frágil
economía.
Dicha sustancia me servía para alargar noches, estados
ebrios y bailes que no eran necesarios. También la realidad era distorsionada,
pensaba que las noches eran divertidas y locas cuando en realidad eran
constantes viajes al WC.
Hace ya mucho tiempo de esto, pero la reflexión la tengo muy
presente: “Si algo no te hace bien
déjalo, Aunque creas que sí”.