Esta mañana recibo en mis notificaciones de mis redes
sociales que la diva Omara Portuondo hace su última gira, y un concierto de los
elegidos será en Cartagena. Esta señora tiene 89 años, una artrosis como una
red de tuberías de un edificio del siglo XIX y canta como los ángeles. Tiene
una voz de abuela que canta bien, un vibrato precioso. La descubrí allá por el año
2011 junto a QA. Desde esa misma noche me rendí a sus pies. Me emocione nada
más salir ella cantando el bolero “Llanto de Luna”.
En una entrevista leo que ella se mantiene tan longeva y
activa porque viaja de un sitio a otro. Tiene que parar pero no se siente mal.
Que una señora de su edad diga esto es para reflexionarlo mucho.
Hace relativamente poco que vine de hacer el camino de
Santiago. Esta vez el portugués, junto a 3 amigotes míos de Orihuela, mi pueblo
y el tuyo. Fueron días de mucho caminar, hablar y beber cerveza hasta el mareo.
En los pocos momentos que he disfrutado del camino en soledad, mi mente me
decía: “cambia, cambio, cambia, cambio...” Era como un bolero de Omara.
La entrevista y el camino han asentado una sensación que se
plantó en mi parcela privada hace mucho tiempo, que quiero que se haga
efectiva. La sensación de que en otro sitio puedo estar mejor.
Me es muy difícil explicarlo bien. Primero, porque puedo
parecer un enfermo mental que le da poder a una voz interna y porque ahora
mismo soy afortunado. Mis necesidades más primarias las tengo cubiertas.
Trabajo, poco dinero y salud. Estoy emancipado y como comida de tupper de
madre. Tengo a todos mis amigos cerca, menos a una que la tengo a 8 horas en
coche. Mis padres, mis hermanas y demás familia querida viven a tiro de piedra.
En mi trabajo me veo realizado y disfruto mucho de mis actividades extra. Lo de
la voz interna es mi forma de orar, mi manera de entablar diálogo con Dios.
Todo lo que antes anhelaba, ahora no me hace feliz del todo.
Omara y su frase me tienen privado: “no sentirse mal”. Pues eso, que aquí no me siento bien.
Voy a explayarme en los momentos que viví en mi viaje de 6 días,
y que me hicieron reflexionar sobre esta cadena de sentimientos. Momentos
ubicados en el sur de Galicia.
Hacer el camino con tres personas más no es lo más íntimo
que puedas hacer, ya os aviso. Pero los momentos de soledad fueron muy intensos
junto a ese verde que lo tapiza todo.
Empecé el mismo día que cumplía cuarenta y tres años, una
señal muy potente. Esa jornada quería vivirla con un poco de soledad y alguna
banda sonora para poder descifrar lo que ocurre a veces en mi cabeza, pero a
mitad de mañana estaba con dos estrellas de Galicia en el cuerpo y un bocadillo
de tortilla. ¡Todo lo contrario de lo que había ideado! Y lo agradecí momentos
de risas en el típico almuerzo son muy buenas para la salud mental.
La vocecita que quería oir lo hizo a partir del tercer día,
rodeado de pinos y eucaliptos, con unas cuestas de 70º y mi pie derecho
abierto. El intenso olor a eucalipto y mi dolor de pie activaron a la señorita.
Pero antes de hablar tenía que dejar de quejarme mentalmente: “si me dolía el
pie era una consecuencia de andar, nada que discutir”. Y nada más interiorizar
dicha frase hizo acto de presencia, junto a una brisa con olor a mar y una
temperatura especial, muy del norte (a lo que yo no estoy acostumbrado). Mi voz
interior me decía que en Murcia ya no. Que empiece a mover hilos, tirar de
quien tenga que tirar, pero Murcia no. A lo lejos aparecía Pontevedra…
Os tengo que decir que me dio mucho vértigo dicha afirmación.
Recuerdo que abrí en especial los ojos. Estaba un poco asustado y aliviado a la
vez, como quien suelta algo que tiene sujeto y en secreto mucho tiempo. De
repente, apareció el miedo junto con todo su armamento para dinamitar esta locura.
Cuando creía que todo había pasado y el supuesto orden
mental estaba asentado, ella me recordaba que le diera mil vueltas, lo que
quisiera, pero que aquí, no. Era como una batalla mental, o mejor, como un
partido de tenis (que es menos bélica la comparación). Pero fue escuchar una
frase y todo se descolocó: “aquí todo el
mundo tiene su vida y tú no”. Ganó la voz.
Paseaba ahora por campos de cereales junto con bosques de
castaños, la brisa marina era más fuerte y movía todas las ramas. La BSO de ese
viaje fue toda la música de la naturaleza, el ruido de los arroyos, el mecer de
las ramas y alguna que otra risotada mía, fruto de las cervezas que bebía y de
la alegría de quien se pone una meta que sabe que, antes o después, se alcanza.
A falta de un día para llegar a Santiago, pregunté qué tenía
que hacer exactamente para que la maquinaria del cambio empezara. Mi voz ahí calló.
Lo intenté varias veces y, al final, me dijo que disfrutara de lo que estaba
haciendo, que ya habría tiempo de trabajar.
Eso hice, disfrutar de cada paso junto a los puentes de
piedra, de los palmetazos en la espalda que nos dábamos los integrantes del
grupo, del pulpo, que lo cocinan de forma fabulosa y, por supuesto, de llegar a
la plaza del Obradoiro. Un momento que queda en mi retina otra vez. Esta vez
sin banda municipal, pero con la cara de satisfacción de los cuatro saber que
ese momento era nuestro.
Aunque me veáis decidido a empezar, tengo miedo a muchas
cosas, pero esta vez no voy a dejarme llevar por él. Si me equivoco pues nada,
empezaré de nuevo otra vez.