viernes, 28 de agosto de 2020

THE OPPORTUNITY

 Ya está aquí la nueva normalidad. Es de agradecer que se haya puesto una distancia social y que no haya mucho contacto físico: nada de besos y abrazos. El “empalagosismo” se acabó por fin.  Me he vuelto un antisocial y arisco en este confinamiento. Ahora ya tengo excusa para saludar con la mano, y ya de paso, hago una genuflexión japonesa (que me parece ideal). Y Aunque la mascarilla nos quite un poco el oxigeno, puedes mascullar insultos sin ser visto. Creo que estoy viendo lo positivo, en modo “Hater”, de toda esta nueva normalidad. 

Alguien muy cercano a mí me dijo que no hay que ver contratiempos y sí oportunidades. No es caer en la mojigatería, es ser pragmático y no sufrir más de lo necesario. Es como cuando tengo que trabajar los sábados todo el día: debo hacerlo, en mí está hacerlo recitando todo el santoral cristiano y pagano o disfrutar del día con mis compañeros, que son como familia. 

Oportunidades que pueden ser muy difíciles al principio, pero cambian a mejor. 

Lo que acabo de decir me hace acordarme de la historia del padre de una gran amiga. Su historia es tan bonita, tan esperanzadora, que creo que debo contarla. Tiene todos los apartados de un guión de película en blanco y negro, con una maravillosa banda sonora de Pablo Cervantes, por ejemplo. Cuando la oí, por boca de su hija, la ternura me inundó.

Pongamos que hablo de Hellín, pueblo importante del sur de Albacete que, entre otras cosas, tiene unos caramelos que se te pegan en las muelas, buenísimos. Nos vamos a situar, concretamente, en los años de la posguerra. Tiempos duros en cualquier lugar, y en dicho pueblo no sería menos. Antes se iba a FP, los oficios se aprendían en un taller, la valía se veía en cuestión de semanas, y no había recuperaciones en junio ni reválidas en septiembre. Pues es en un taller de ebanistería donde empezó su vida laboral con 17 años un señor de Hellín. Aunque mi imaginación es bastante grande, no podría verbalizar ni escribir cómo serían sus primeros días, pero algún grito recibiría seguro, entre otras cosas.

Un día, de los que se intuye de mucho trabajo, había que serrar muchos troncos para transformarlos en tablones y, seguidamente, trabajarlos con la gubia, creando así esos maravillosos muebles de la época de los 50´s. Como es normal, del trabajo artístico se encargaba el oficial, mientras os aprendices hacían el trabajo más pesado y duro. El cometido del señor de Hellín era ocuparse de la sierra. Esa tarde la suerte, mala o buena, quién sabe, pero suerte al fin y al cabo, hizo que la sierra le sesgara un brazo. Recordemos que tenía alrededor de 18 años. Si antes no podía verbalizar ni escribir, ahora no me lo puedo ni imaginar.  

A partir de entonces, de manera casi mágica, las musas descendieron hasta donde estaba y nunca más se separaron de él. ¿Cómo diréis que ocurrió todo? Pues os lo cuento…

El tal señor de Hellín no cayó en el “pobre de mí” ni quiso ser receptor de una paga por el motivo que fuese. Las musas hicieron que todo eso desapareciera de su mente. Entonces empezó a estudiar arte, pero haciéndolo a lo grande. Fue catedrático y pintor, amante de tradiciones, que supo recrear en sus óleos de una forma muy personal. Llegó a exponer sus obras hasta en New York. Si hay una palabra que lo define es que fue un hombre auténtico, que amaba a su familia, a los que le rodeaban y a su ciudad. Plasmó imágenes cotidianas de su día a día, con la motivación de hacer lo que sentía. Como apunte personal, siempre desde mi visión de estilista amateur, por supuesto, los trajes cruzados le quedaban como un guante, y eso que son muy difíciles de llevar.  Supo ver más allá: un futuro esperanzador y palpable.

En esta época de cambios, de angustias tontas, mareos de mascarillas y demás obstáculos que nos creamos, contaros un poco de la vida de Diego de Hellín nos viene muy bien.  Su relajante pintura y su valentía a la hora de ver una oportunidad, no un problema, es para tenerlo en cuenta. Tuvo ayuda de las musas, sí, pero hay que saber escucharlas, también os lo digo.